Cito de memoria un fragmento de un poema del antiguo pintor y poeta chino Wang Wei.
(Una antología de escritos de Wang Wei conteniendo este poema fue publicada en España bajo el título de La Montaña Vacía, Ediciones Hiperión).
Estos día he estado trabajando en el estudio en la realización de una acuarela a modo de escenografía para unos textos inacabados que tratan sobre el bosque, el pinar, el río...
Ese mundo inabarcable y perdido, un poco desdibujandose ya en la memoria.
Con esta misma idea construí unas sencillas marionetas de corteza y raíces, vestidas con harapos...
A continuación copio algunos fragmentos de los textos en proceso:
(Disculpas por las incorrecciones).
El manantial de las arenas
doradas.
“Si bebo cada día en el manantial
de las arenas doradas, viviré por lo menos mil años”.
Aquel circulo hundido y oculto tras una orla de ortigas y helechos, era el manantial de las
arenas doradas.
Algunas ramas de sauces y fresnos
sobrevolaban el claro, horizontales y frágiles.
En el lecho, el agua manaba entre
nuestros pies, que se hundían suavemente en la arena húmeda.
Un poco mas lejos, un pino enorme
cobijaba parte de la selva. En la pendiente, el arroyo que se
formaba al juntarse las aguas, se encajaba y se despeñaba sobre el río.
Algo apartadas, en medio del oscuro soto, había unas ruinas. Se conservaban dos arcos de ladrillo y un azud abandonado cubierto de maleza. En el río, la vieja piedra de moler, asentada en el fondo, servía de puente.
Su ojo desgastado se tragaba un pequeño remolino.
Desde que entramos en el bosque
han pasado milenios. Nunca conseguiremos salir del verdor. Para nosotros el
horizonte no existe. El bosque borra las
huellas, retuerce los caminos, abre o cierra claros y espesuras. El río, esquivo, se
mantiene siempre a una distancia. Algunas veces está hacia el sur, otras vira
hacía el sol del atardecer.
Nuestros cuerpos son de corteza y
raíces y nuestras ropas están hechas de jirones y restos.
La corriente y las historias.
Mirada desde arriba, la corriente
cuenta y oculta. El fondo se trasluce en el agua y lo vemos oscilar, vibrar o desvanecerse.
Entretenidos en sus cosas, los barbos avanzan, a veces se detienen y nos miran.
Parecen sirenas a las que abrazar y con las que podríamos dejarnos acompañar
por los recodos del cauce. De pronto una mujer fantasma sonriente se desliza
corriente abajo, flácida y ondulante como la llama de una vela.
Luego, en algún bodón perdido,
todo se detiene. Como en un salón de baile los seres y los reflejos danzan a
la espera. Un fino hilo de luz se cuela entre las ramas y se sumerge. Desciende lentamente, baja acariciando las flotantes partículas de la mica; pavesas
de polvo submarino que brillan como meteoros.
El pozo.
Sobre la lámina del agua flotan
perezosas las lentejas verdes. No se ve el fondo. El agua parece un te oscuro
impenetrable. Las piedras mal ajustadas del brocal no sobrepasan el nivel del
suelo. Numerosos veneros alimentan el pozo y traen y llevan agua subterránea de
aquí para allá. Entre la lenteja de agua hay ocultos dos ojos que nos miran. Ellos
sabrán algo mas de ese mundo oscuro: sobre el agua hay fragmentos de reflejos
deformados, cosas atrapadas en el tiempo, árboles que fueron y ya no están, la
cara de un niño que es la de un viejo, una mano que sale del agua desesperadamente. También la cola de un tritón que serpenteando, se va al fondo donde están su
trono y su palacio.
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