“VIVIMOS UN MOMENTO ASUSTADO”
Entrevista realizada por Jorge Fernández , Director del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, a Ticio Escobar, culturólogo y crítico paraguayo. (segunda parte)
Extraido de: Arte nuevo.
arte-nuevo.blogspot.com
Me gustaría conocer sus reflexiones sobre esas zonas fronterizas entre la copia del modelo y el original a partir de la propia realidad latinoamericana. Nosotros, que siempre fuimos la copia, ahora, de momento, ¿no seremos el original?
Yo creo que la cultura moderna es una cultura obsesionada por el significante. Y sin embargo, ahora lo que hay en la tardomodernidad o la posmodernidad, o lo que fuese, es una cultura muy vuelta sobre el significado, es decir, preocupada mucho no solamente por la relación de los signos entre sí, no solamente por la articulación del lenguaje, sino por cómo ese lenguaje está tomando realidad, cómo se ubica ante lo real. De alguna manera ciertos autores piensan que si la modernidad es un momento de reflexión sobre el lenguaje, la posmodernidad es un momento de reflexión sobre la realidad. Esa es la tesis de Scoh Lach; dice por ejemplo, que esa obsesión que tuvo la modernidad por la relación entre el signo y la cosa se daba más bien del lado de la cosa, porque nuestro mundo de cosas está demasiado sepultado por signos. Entonces hay que desempolvar las cosas para que vuelvan a resignificar, porque nuestros intentos de significar las rebotan contra mallas previas de significación, en las cuales las cosas están enredadas ya. Para que logre correr cierta significación de nuevo entre las cosas, habría que hacer un espacio alrededor, quitarle un poco de tanto significante y tratar de ver un poco las cosas como son, si ello fuera posible.
En los últimos tiempos se revisan las concepciones del Estado y la ideología, y se le atribuyen los conflictos actuales al choque de culturas y civilizaciones. ¿Comparte Ticio Escobar estas tesis?
En estos momentos hay una tendencia a recusar las universalizaciones abstractas. Quizás lo que esté en crisis sea un modelo ideológico basado en el universal abstracto hegeliano, a una idea omnicomprensiva de lo real que intente someter todas las pretensiones en sus muchos aspectos a una ideológica, y sobre todo a un despliegue de una idea lógica. Pero de hecho, de ninguna manera existe un deseo manifiesto de renuncia a explicar lo real. Justamente uno de los problemas más serios ahora es sobre qué bases se construyen los universales que necesita toda la sociedad para ir pensando y para entrar en contacto con otras sociedades y con otros grupos, porque si renunciamos a lo universal también, corremos el peligro de renunciar a una serie de conquistas que son importantes, que son los derechos humanos, que son la creencia en una serie de valores universales. ¿Cómo se plantea un universalismo que no sea sustantivo, totalidades que no sean totalizadoras, que no sean totalizantes, que no lleven a totalitarismos? ¿Sobre qué base se pueden crear consensos generales sin crear sustancias fijas? ¿De qué manera podemos buscar fundamentos sin caer en fundamentalismos, y buscar totalidades sin caer en totalitarismos? Esta sería la pregunta del millón en este fin de siglo.
Los estructuralistas planteaban la muerte del sujeto en la historia. El segmento más ultraconservador de la filosofía posmoderna vaticinó el Apocalipsis total y ahora se habla de una vuelta al sujeto escindido y fragmentado, pero recobrado.
A la filosofía occidental le encanta coquetear con el tema de la muerte y la aparición. Quizás sea ese juego de ocultamientos y desocultamientos que hacen también a su propia dinámica la idea de la muerte del arte y el fin de la historia, que se repite desde Hegel. Y muere y resucita el arte, muere y resucita la historia después, como esas series de Superman en que muere Superman, y resultó que Superman reaparece en otro lugar o en otro sentido y tal.
El sujeto es una obsesión de la filosofía contemporánea y desde hace tiempo se viene impugnando la desaparición del sujeto cartesiano de una concepción basada en un subjetivismo de tipo trascendental, pero aparecen otras formas de subjetividades y de construcciones subjetivas, de matrices culturales basadas en las construcciones de sujetos colectivos, de sujetos que se van como articulando históricamente, pero cuando se dice que muere el sujeto, lo que se dice es bueno, muere o cambia un concepto de sujeto o muere o cambia un concepto de historia, pero repito: nuestra filosofía es un poco efectista y apocalíptica y le gusta jugar así con grandes temas espectaculares de muertes y resurrecciones.
A partir de algunos conceptos que usted ha manejado, como lo referente a la vocación hedonista de la cultura contemporánea, quiero que me dé su opinión sobre los filósofos catalogados como posmodernistas al analizar los síntomas del arte que se produce en el mundo.
Sobre el tema del hedonismo pienso que la cultura moderna fue muy puritana, en el sentido de que le tenía algún horror a cierta complacencia de la forma, en el sentido de que la cultura moderna es así como grave, ceremoniosa; entonces el arte tiene que ser dramático y expresar un cierto sesgo de la condición humana, comprometido con el destino del hombre y la situación de la historia. En contra de eso, el tardomodernismo ha promovido cierta celebración de aspectos ligados al puro placer del juego y de las formas, que también se inscriben dentro de un nuevo replanteamiento de la subjetividad.
Aparecen no solamente los temas de la historia de las grandes narraciones épicas, sino también el valor del sujeto, el deseo, la memoria, el placer, el deleite personal y, dentro de ese contexto, el hedonismo aparece reivindicado. Yo no diría tanto de la mera superficialidad o banalidad, sino del derecho a la sensualidad de las formas, a la complacencia, a la celebración del placer y del goce que el artista pueda tener en una obra, o el espectador al fluir esa obra, más allá del impacto, de la trascendencia que pueda tener.
En un momento, sobre todo en los primeros años de los ochenta, se reivindicó mucho el hedonismo, incluso la gratuidad de la obra, como meros juegos de un significante que se pone en escena más allá de sus compromisos históricos, aun, si se quiere, el derecho a la trivialidad, y la superficialidad de la obra, como el derecho a decir: “Bueno, no puede ser solamente válida la obra que tiene un gran compromiso histórico, sino en la medida en que a un sujeto le sirva para fluir y expresar su subjetividad, su pequeña historia, sus narraciones nimias, la obra reviste un valor determinado”. Esto es en cuanto al primer tema, y en cuanto a lo otro…
Yo creo que, como cualquier momento, lo importante para cualquier filosofía es ver qué sirve y qué no sirve. Hay que tener un saludable oportunismo para saber qué sirve de Foucault, qué sirve de Derrida, qué de Lyotard. Es un arsenal de conceptos que está a disposición nuestra, y que puede acercarnos y que puede aportarnos a cada uno de nosotros. Yo creo que cierto concepto de deconstrucción es bastante válido en Derrida en cuanto permite comprender las oposiciones no en un sentido de disyunción binaria inapelable, sino que permite comprenderlas como formas ramificadas. La idea de lo indecidible, lo que no está precisamente decidido y tiene que ser A o B, como que va jugándose riesgos y creando de acuerdo con determinadas historias, procesos y construcciones. Luego hay posibilidades más ricas, cuestiones que simplemente no se deciden, no tienen por qué encontrar una finalidad histórica; es como la recusación a un concepto teleológico de que la historia avanza de acuerdo con una lógica propia, inmanente, y tiene que apuntar necesariamente a un fin, y ese despliegue se va dando a partir de la solución dialéctica de oposiciones binarias. La deconstrucción piensa en formas rizomáticas ramificadas y en forma inestable, en forma cruzada, y posiblemente eso pueda ayudar a comprender una serie de conflictos que no pasan precisamente por enhebrar el sentido de la historia, pero que sí pasan por construcciones concretas y por conflictos concretos que hacen la historia del arte.
Yo creo que la cultura moderna es una cultura obsesionada por el significante. Y sin embargo, ahora lo que hay en la tardomodernidad o la posmodernidad, o lo que fuese, es una cultura muy vuelta sobre el significado, es decir, preocupada mucho no solamente por la relación de los signos entre sí, no solamente por la articulación del lenguaje, sino por cómo ese lenguaje está tomando realidad, cómo se ubica ante lo real. De alguna manera ciertos autores piensan que si la modernidad es un momento de reflexión sobre el lenguaje, la posmodernidad es un momento de reflexión sobre la realidad. Esa es la tesis de Scoh Lach; dice por ejemplo, que esa obsesión que tuvo la modernidad por la relación entre el signo y la cosa se daba más bien del lado de la cosa, porque nuestro mundo de cosas está demasiado sepultado por signos. Entonces hay que desempolvar las cosas para que vuelvan a resignificar, porque nuestros intentos de significar las rebotan contra mallas previas de significación, en las cuales las cosas están enredadas ya. Para que logre correr cierta significación de nuevo entre las cosas, habría que hacer un espacio alrededor, quitarle un poco de tanto significante y tratar de ver un poco las cosas como son, si ello fuera posible.
En los últimos tiempos se revisan las concepciones del Estado y la ideología, y se le atribuyen los conflictos actuales al choque de culturas y civilizaciones. ¿Comparte Ticio Escobar estas tesis?
En estos momentos hay una tendencia a recusar las universalizaciones abstractas. Quizás lo que esté en crisis sea un modelo ideológico basado en el universal abstracto hegeliano, a una idea omnicomprensiva de lo real que intente someter todas las pretensiones en sus muchos aspectos a una ideológica, y sobre todo a un despliegue de una idea lógica. Pero de hecho, de ninguna manera existe un deseo manifiesto de renuncia a explicar lo real. Justamente uno de los problemas más serios ahora es sobre qué bases se construyen los universales que necesita toda la sociedad para ir pensando y para entrar en contacto con otras sociedades y con otros grupos, porque si renunciamos a lo universal también, corremos el peligro de renunciar a una serie de conquistas que son importantes, que son los derechos humanos, que son la creencia en una serie de valores universales. ¿Cómo se plantea un universalismo que no sea sustantivo, totalidades que no sean totalizadoras, que no sean totalizantes, que no lleven a totalitarismos? ¿Sobre qué base se pueden crear consensos generales sin crear sustancias fijas? ¿De qué manera podemos buscar fundamentos sin caer en fundamentalismos, y buscar totalidades sin caer en totalitarismos? Esta sería la pregunta del millón en este fin de siglo.
Los estructuralistas planteaban la muerte del sujeto en la historia. El segmento más ultraconservador de la filosofía posmoderna vaticinó el Apocalipsis total y ahora se habla de una vuelta al sujeto escindido y fragmentado, pero recobrado.
A la filosofía occidental le encanta coquetear con el tema de la muerte y la aparición. Quizás sea ese juego de ocultamientos y desocultamientos que hacen también a su propia dinámica la idea de la muerte del arte y el fin de la historia, que se repite desde Hegel. Y muere y resucita el arte, muere y resucita la historia después, como esas series de Superman en que muere Superman, y resultó que Superman reaparece en otro lugar o en otro sentido y tal.
El sujeto es una obsesión de la filosofía contemporánea y desde hace tiempo se viene impugnando la desaparición del sujeto cartesiano de una concepción basada en un subjetivismo de tipo trascendental, pero aparecen otras formas de subjetividades y de construcciones subjetivas, de matrices culturales basadas en las construcciones de sujetos colectivos, de sujetos que se van como articulando históricamente, pero cuando se dice que muere el sujeto, lo que se dice es bueno, muere o cambia un concepto de sujeto o muere o cambia un concepto de historia, pero repito: nuestra filosofía es un poco efectista y apocalíptica y le gusta jugar así con grandes temas espectaculares de muertes y resurrecciones.
A partir de algunos conceptos que usted ha manejado, como lo referente a la vocación hedonista de la cultura contemporánea, quiero que me dé su opinión sobre los filósofos catalogados como posmodernistas al analizar los síntomas del arte que se produce en el mundo.
Sobre el tema del hedonismo pienso que la cultura moderna fue muy puritana, en el sentido de que le tenía algún horror a cierta complacencia de la forma, en el sentido de que la cultura moderna es así como grave, ceremoniosa; entonces el arte tiene que ser dramático y expresar un cierto sesgo de la condición humana, comprometido con el destino del hombre y la situación de la historia. En contra de eso, el tardomodernismo ha promovido cierta celebración de aspectos ligados al puro placer del juego y de las formas, que también se inscriben dentro de un nuevo replanteamiento de la subjetividad.
Aparecen no solamente los temas de la historia de las grandes narraciones épicas, sino también el valor del sujeto, el deseo, la memoria, el placer, el deleite personal y, dentro de ese contexto, el hedonismo aparece reivindicado. Yo no diría tanto de la mera superficialidad o banalidad, sino del derecho a la sensualidad de las formas, a la complacencia, a la celebración del placer y del goce que el artista pueda tener en una obra, o el espectador al fluir esa obra, más allá del impacto, de la trascendencia que pueda tener.
En un momento, sobre todo en los primeros años de los ochenta, se reivindicó mucho el hedonismo, incluso la gratuidad de la obra, como meros juegos de un significante que se pone en escena más allá de sus compromisos históricos, aun, si se quiere, el derecho a la trivialidad, y la superficialidad de la obra, como el derecho a decir: “Bueno, no puede ser solamente válida la obra que tiene un gran compromiso histórico, sino en la medida en que a un sujeto le sirva para fluir y expresar su subjetividad, su pequeña historia, sus narraciones nimias, la obra reviste un valor determinado”. Esto es en cuanto al primer tema, y en cuanto a lo otro…
Yo creo que, como cualquier momento, lo importante para cualquier filosofía es ver qué sirve y qué no sirve. Hay que tener un saludable oportunismo para saber qué sirve de Foucault, qué sirve de Derrida, qué de Lyotard. Es un arsenal de conceptos que está a disposición nuestra, y que puede acercarnos y que puede aportarnos a cada uno de nosotros. Yo creo que cierto concepto de deconstrucción es bastante válido en Derrida en cuanto permite comprender las oposiciones no en un sentido de disyunción binaria inapelable, sino que permite comprenderlas como formas ramificadas. La idea de lo indecidible, lo que no está precisamente decidido y tiene que ser A o B, como que va jugándose riesgos y creando de acuerdo con determinadas historias, procesos y construcciones. Luego hay posibilidades más ricas, cuestiones que simplemente no se deciden, no tienen por qué encontrar una finalidad histórica; es como la recusación a un concepto teleológico de que la historia avanza de acuerdo con una lógica propia, inmanente, y tiene que apuntar necesariamente a un fin, y ese despliegue se va dando a partir de la solución dialéctica de oposiciones binarias. La deconstrucción piensa en formas rizomáticas ramificadas y en forma inestable, en forma cruzada, y posiblemente eso pueda ayudar a comprender una serie de conflictos que no pasan precisamente por enhebrar el sentido de la historia, pero que sí pasan por construcciones concretas y por conflictos concretos que hacen la historia del arte.
Entre las causas de la llamada crisis del pensamiento posmoderno se le atribuye la estetización de la filosofía y su inconsistencia ética. ¿Está de acuerdo con ese análisis?
Cada momento tiene su ética, y hay un quiebre fuerte de valores que están ligados a grandes proyectos modernos, y existe una crisis fuerte de una serie de ideas que tienen su raíz en aquellas de origen y fundamento que son fuertemente criticadas por el pensamiento tardomoderno; pero también creo que, en gran parte, el mejor pensamiento lo que hace también es ordenar, expresar, clasificar, interpretar las grandes cuestiones que están en el momento. No sé hasta qué punto las ideas son responsables de las orientaciones que vaya tomando el arte o la ética o los procesos históricos, sino que muchas veces revelan o interpretan o anuncian cosas que están ocurriendo. Hegel tiene una frase muy linda: “El ave de Minerva levanta el vuelo al anochecer”, y eso quiere decir que el pensamiento llega cuando los hechos ya ocurrieron. Quizás lo que haga que a esto se le llame pensamiento tardomoderno es que se trata de un pensamiento un poco decadente, un poco laxo, un poco tibio si se quiere, un poco desentusiasmado al menos. Un pensamiento que tiene poca bandera y poco heroísmo y que está expresando un momento de desconcierto, un momento de laxitud, un momento de reacomodo de grandes ideales que están en crisis y necesitan reponer sus argumentos.
Hoy se debate mucho, a veces sin una conceptualización profunda, sobre la interrelación y la dicotomía entre identidad y diferencia. ¿Cuál es su impresión sobre este asunto?
Una concepción absolutista de la identidad termina negando la diferencia. Una concepción que concibe lo identitario como compuesto de una serie de notas fijas y esenciales y que constituyen a los sujetos antes de la historia, como si fueran unidades antológicas, duras, sacrifica la diferencia porque en el fondo pone el acento en identidades inapelables. Cuando flexibilizan el concepto de identidad no entienden lo identitario como construcciones subjetivas, como construcciones que pueden sobreponerse. Hay identidades, proyectos de identidades que muchas veces son una misma persona en un mismo grupo, que muchas veces se sobreponen. Una artista o un artista en cierto sentido se puede definir como una identidad latinoamericana, una identidad chicana, una identidad negra, una identidad gay, es decir, son diferencias que van teniendo de acuerdo con determinadas matrices identitarias que no son exclusivas ni excluyentes, y eso mismo permite un juego de diferencias mucho más rico para entonces abrir un espacio en el cual lo diferente puede constituirse en otro diferente, en cuanto se constituye como sujeto que tampoco es una identidad monolítica; son identidades más provisionales, que pueden suponer incluso recortes diferentes.
La identidad y la diferencia están siempre amenazadas. El modelo de identidad moderno arriesga la diferencia. ¿En qué sentido? En el sentido de que está sustentado en un concepto único de la identidad. Los grandes procesos son los procesos logocéntricos basados en una concepción occidental, blanca, cristiana, de la identidad. Entonces lo diferente es expulsado como identidad que corresponde a un grado inferior, a su proyecto secundario. Y lo posmoderno, muchas veces, termina sacrificando la diferencia desde su indiferencia, desde su desdiferencia, o sea, que al hacer una ensalada de todas las identidades, al hacer una mezcla única, termina cayendo en untotum revolutum, todo está mezclado y nada termina por reconocerse, en un sitio donde todos los gatos son pardos. Este es un tema permanente en la filosofía contemporánea, sobre todo en la filosofía francesa, pero también en la filosofía occidental en general, el tema de lo mismo y lo otro, lo uno y lo otro. ¿En qué medida esa aceptación de la diferencia necesita espacios determinados? ¿O qué miradas necesita esa diferencia?
Pienso que en ese sentido lecturas como la de Foucault son fundamentales. Al trabajarse en ese límite que se abre al otro más radical, la diferencia más radical que para el filósofo es lo otro, la sexualidad y la muerte, se está enriqueciendo mucho un discurso sobre la diferencia, y con un sentido como flexible hacia la diferencia. No se habla de identidades esenciales ni de diferencias esenciales, sino de una deconstrucción del concepto de diferencia, que para mí es fundamental.
¿Cómo se puede entender hoy la utopía?
La utopía moderna entró en crisis. Es el punto al cual se dirige el despliegue de un proyecto basado en una racionalidad determinada. Se supone que hay una lógica que va como autonegándose, autoseparándose siempre, y avanza triunfante hacia un ideal predeterminado, que sería el umbral de lo utópico, el umbral de la conciliación de objeto y sujeto, individuo e historia. La conciliación de la idea hegeliana. Esa exclusión epifánica del ser que, en última instancia, esconde la idea de la utopía en cuanto a arribar por medio de una serie de luchas emancipatorias de la Historia , a un mundo de encuentro terminal de todos los grandes conflictos que fueron negados, hasta llegarse a un final más o menos feliz.
Ese es el modelo que entró en crisis, porque si dicen que el arte apunta al mejoramiento de la sociedad y del hombre, al igual que la tecnología y la política, y nos damos cuenta de que estamos no sé si peor, pero por lo menos no hemos conseguido mejorar mucho, ¿a qué conclusiones podemos arribar?
Nuestras sociedades permanecen inmóviles ya casi por una cuestión práctica. Uno dice: este modelo no corre. Evidentemente se está haciendo arte hace dos mil años y no pasa nada. La humanidad se encuentra desorientada, huérfana de referencias, asustada y castigada, hambrienta y desigual. Aquí también está el desconcierto que generó la pérdida de los grandes universales, que ha creado un mundo de tibiezas y un mundo de tedio, y un mundo más tolerante por un parte, pero también mucho menos apasionado, porque habría que decir: mi idea no solamente es la que vale, toda idea vale exactamente igual. No es recomendable jugar demasiado con una idea que las grandes pasiones de la Historia acallan, no. Hay que cuestionar la petición moderna de redención universal. Las pasiones que despertaban los procesos emancipatorios se encubren en una especie de inercia.
Después de un momento muy antiutópico, como fueron los últimos años de los setenta y la década de los ochenta, lo que se presenta ahora es quizás recuperar la idea de la utopía, no tanto como una promesa redentora en la cual los grandes recits lo que han prometido es el cumplimiento de la utopía acerca de que en la tierra adviniese ese lugar para que se viera la redención del ser humano. Lo que se pretende ahora es retirar los fundamentos de esa utopía deconstruyéndola en el sentido de volver, no tanto a una promesa de un mundo realizable, como a recuperar el sentido etimológico del no-lugar, de umbral de aspiraciones, de sitio del deseo que se convierta en el espacio donde el hombre coloque sus construcciones, sus demandas, apuntalando sus sueños, haciéndolos sin un sentido mesiánico. ¿Cómo lograrlo? Esta sería la gran pregunta. Al menos hay que transformar el concepto de utopía asociado a algo realizable.
¿Es tolerable una convivencia natural y recíproca entre el arte y el mercado?
Yo creo que en una política cultural hay tres factores que se relacionan: el Estado, el Mercado y la Sociedad y, justamente, el papel de una política cultural pública sería que el Estado diseñe el lugar de los sujetos sociales, el lugar de los mercados y su lugar mismo en una situación en la cual el Mercado no puede ser regulador, sometiéndose a determinadas reglas, donde se apoyen diferentes tipos de producción.
El puro accionar de los mercados nos llevaría a un darwinismo tremendo donde sólo sobrevivirían los más fuertes y se terminaría vendiendo la obra únicamente para el gusto de los grandes compradores y de la gente que podría pagar un tipo de imagen. Yo no tengo nada en contra del mercado, pero sí temo su omnipotencia.
¿Cómo se ha podido conciliar el Ticio Escobar que ha vivido desde las tribus indígenas, con el hombre erudito, culto?
Yo creo que los indígenas son grandes manipuladores de conceptos y de ideas. Tienen un pensamiento muy fino, no es tan discursivo, es más mítico o más metafórico o más críptico, si se quiere, pero obliga por eso a lecturas más sutiles, obliga a afinar bien los instrumentos de que uno dispone para percibir determinado tipo de cosas.
No deberían existir diferencias entre las formas de acercamiento al arte indígena y al arte contemporáneo, y no porque crea que no existen diferencias, sino porque la crítica de arte trabaja sobre toda lectura de sus diferencias, y es una enorme salida para el arte indígena. Entonces, ¿cómo se cruza la mirada de uno con lo otro? El indígena es lo radicalmente otro dentro de nuestra sociedades.
Cuando estudio el arte indígena no me interesa tanto convertirme a sus sentimientos, a sus pensamientos. Me gusta afirmar mi lugar de sujeto diferente y ver cómo en esa tensión de miradas se puede producir una interpretación, o una lectura, o una eclosión de un significado nuevo, y a eso ayuda mucho la crítica de arte, porque la antropología en ocasiones entra en un callejón sin salida. Es decir, ¿qué hacer?, ¿cómo comprender al otro?, ¿tratar de convertirse en indígenas, meterse dentro del indio? No se trata de eso. En cambio, a la crítica de arte, que siempre estuvo acostumbrada a mirar desde afuera la obra de otro, le es más fácil ponerse como otro ante el indígena, como diferente. ¡Claro!, en condiciones simétricas, en condiciones de respeto.
El tema que comentábamos con anterioridad vuelve a salir: ¿cómo se interrelacionan la identidad y la diferencia? Muchas veces, al asumir la identidad del otro, uno está disolviendo su diferencia, porque esta última se da a través de mecanismos intersubjetivos entre sujetos que son distintos y se miran y pueden colisionar sus miradas, o convergen, y de esta colisión, o de esta convergencia, salta una chispa, y a eso no más es a lo que aspiramos
.
Si usted tuviera que definir la cultura contemporánea, ¿cómo lo haría?
Un momento asustado. El problema es que las culturas son también ambivalentes, en el sentido de que por una parte dan al hombre, al ser humano, grandes puntales del sentido, grandes armazones del sentido, una estabilidad para que uno se oriente, y por otra parte le inquieta, le perturba, le enfrenta a lo que no es. Son ensayos para la muerte donde no puede darse toda la seguridad porque tiene que asustar y eso produce un símbolo, una mirada doble: aquietar e inquietar. El problema es que nuestra cultura se expresa, en gran parte, como una empresa global o, por lo menos, sin ser global hablamos entre todos y de todo, y a veces funciona, más que como una polifonía, en forma de cacofonía, ruidos y voces que resultan imposibles de concertar, subrayando el momento del desconcierto y del miedo. Pero eso también tiene que ver con cierto espíritu apocalíptico esencialmente humano.
Cada momento tiene su ética, y hay un quiebre fuerte de valores que están ligados a grandes proyectos modernos, y existe una crisis fuerte de una serie de ideas que tienen su raíz en aquellas de origen y fundamento que son fuertemente criticadas por el pensamiento tardomoderno; pero también creo que, en gran parte, el mejor pensamiento lo que hace también es ordenar, expresar, clasificar, interpretar las grandes cuestiones que están en el momento. No sé hasta qué punto las ideas son responsables de las orientaciones que vaya tomando el arte o la ética o los procesos históricos, sino que muchas veces revelan o interpretan o anuncian cosas que están ocurriendo. Hegel tiene una frase muy linda: “El ave de Minerva levanta el vuelo al anochecer”, y eso quiere decir que el pensamiento llega cuando los hechos ya ocurrieron. Quizás lo que haga que a esto se le llame pensamiento tardomoderno es que se trata de un pensamiento un poco decadente, un poco laxo, un poco tibio si se quiere, un poco desentusiasmado al menos. Un pensamiento que tiene poca bandera y poco heroísmo y que está expresando un momento de desconcierto, un momento de laxitud, un momento de reacomodo de grandes ideales que están en crisis y necesitan reponer sus argumentos.
Hoy se debate mucho, a veces sin una conceptualización profunda, sobre la interrelación y la dicotomía entre identidad y diferencia. ¿Cuál es su impresión sobre este asunto?
Una concepción absolutista de la identidad termina negando la diferencia. Una concepción que concibe lo identitario como compuesto de una serie de notas fijas y esenciales y que constituyen a los sujetos antes de la historia, como si fueran unidades antológicas, duras, sacrifica la diferencia porque en el fondo pone el acento en identidades inapelables. Cuando flexibilizan el concepto de identidad no entienden lo identitario como construcciones subjetivas, como construcciones que pueden sobreponerse. Hay identidades, proyectos de identidades que muchas veces son una misma persona en un mismo grupo, que muchas veces se sobreponen. Una artista o un artista en cierto sentido se puede definir como una identidad latinoamericana, una identidad chicana, una identidad negra, una identidad gay, es decir, son diferencias que van teniendo de acuerdo con determinadas matrices identitarias que no son exclusivas ni excluyentes, y eso mismo permite un juego de diferencias mucho más rico para entonces abrir un espacio en el cual lo diferente puede constituirse en otro diferente, en cuanto se constituye como sujeto que tampoco es una identidad monolítica; son identidades más provisionales, que pueden suponer incluso recortes diferentes.
La identidad y la diferencia están siempre amenazadas. El modelo de identidad moderno arriesga la diferencia. ¿En qué sentido? En el sentido de que está sustentado en un concepto único de la identidad. Los grandes procesos son los procesos logocéntricos basados en una concepción occidental, blanca, cristiana, de la identidad. Entonces lo diferente es expulsado como identidad que corresponde a un grado inferior, a su proyecto secundario. Y lo posmoderno, muchas veces, termina sacrificando la diferencia desde su indiferencia, desde su desdiferencia, o sea, que al hacer una ensalada de todas las identidades, al hacer una mezcla única, termina cayendo en untotum revolutum, todo está mezclado y nada termina por reconocerse, en un sitio donde todos los gatos son pardos. Este es un tema permanente en la filosofía contemporánea, sobre todo en la filosofía francesa, pero también en la filosofía occidental en general, el tema de lo mismo y lo otro, lo uno y lo otro. ¿En qué medida esa aceptación de la diferencia necesita espacios determinados? ¿O qué miradas necesita esa diferencia?
Pienso que en ese sentido lecturas como la de Foucault son fundamentales. Al trabajarse en ese límite que se abre al otro más radical, la diferencia más radical que para el filósofo es lo otro, la sexualidad y la muerte, se está enriqueciendo mucho un discurso sobre la diferencia, y con un sentido como flexible hacia la diferencia. No se habla de identidades esenciales ni de diferencias esenciales, sino de una deconstrucción del concepto de diferencia, que para mí es fundamental.
¿Cómo se puede entender hoy la utopía?
La utopía moderna entró en crisis. Es el punto al cual se dirige el despliegue de un proyecto basado en una racionalidad determinada. Se supone que hay una lógica que va como autonegándose, autoseparándose siempre, y avanza triunfante hacia un ideal predeterminado, que sería el umbral de lo utópico, el umbral de la conciliación de objeto y sujeto, individuo e historia. La conciliación de la idea hegeliana. Esa exclusión epifánica del ser que, en última instancia, esconde la idea de la utopía en cuanto a arribar por medio de una serie de luchas emancipatorias de la Historia , a un mundo de encuentro terminal de todos los grandes conflictos que fueron negados, hasta llegarse a un final más o menos feliz.
Ese es el modelo que entró en crisis, porque si dicen que el arte apunta al mejoramiento de la sociedad y del hombre, al igual que la tecnología y la política, y nos damos cuenta de que estamos no sé si peor, pero por lo menos no hemos conseguido mejorar mucho, ¿a qué conclusiones podemos arribar?
Nuestras sociedades permanecen inmóviles ya casi por una cuestión práctica. Uno dice: este modelo no corre. Evidentemente se está haciendo arte hace dos mil años y no pasa nada. La humanidad se encuentra desorientada, huérfana de referencias, asustada y castigada, hambrienta y desigual. Aquí también está el desconcierto que generó la pérdida de los grandes universales, que ha creado un mundo de tibiezas y un mundo de tedio, y un mundo más tolerante por un parte, pero también mucho menos apasionado, porque habría que decir: mi idea no solamente es la que vale, toda idea vale exactamente igual. No es recomendable jugar demasiado con una idea que las grandes pasiones de la Historia acallan, no. Hay que cuestionar la petición moderna de redención universal. Las pasiones que despertaban los procesos emancipatorios se encubren en una especie de inercia.
Después de un momento muy antiutópico, como fueron los últimos años de los setenta y la década de los ochenta, lo que se presenta ahora es quizás recuperar la idea de la utopía, no tanto como una promesa redentora en la cual los grandes recits lo que han prometido es el cumplimiento de la utopía acerca de que en la tierra adviniese ese lugar para que se viera la redención del ser humano. Lo que se pretende ahora es retirar los fundamentos de esa utopía deconstruyéndola en el sentido de volver, no tanto a una promesa de un mundo realizable, como a recuperar el sentido etimológico del no-lugar, de umbral de aspiraciones, de sitio del deseo que se convierta en el espacio donde el hombre coloque sus construcciones, sus demandas, apuntalando sus sueños, haciéndolos sin un sentido mesiánico. ¿Cómo lograrlo? Esta sería la gran pregunta. Al menos hay que transformar el concepto de utopía asociado a algo realizable.
¿Es tolerable una convivencia natural y recíproca entre el arte y el mercado?
Yo creo que en una política cultural hay tres factores que se relacionan: el Estado, el Mercado y la Sociedad y, justamente, el papel de una política cultural pública sería que el Estado diseñe el lugar de los sujetos sociales, el lugar de los mercados y su lugar mismo en una situación en la cual el Mercado no puede ser regulador, sometiéndose a determinadas reglas, donde se apoyen diferentes tipos de producción.
El puro accionar de los mercados nos llevaría a un darwinismo tremendo donde sólo sobrevivirían los más fuertes y se terminaría vendiendo la obra únicamente para el gusto de los grandes compradores y de la gente que podría pagar un tipo de imagen. Yo no tengo nada en contra del mercado, pero sí temo su omnipotencia.
¿Cómo se ha podido conciliar el Ticio Escobar que ha vivido desde las tribus indígenas, con el hombre erudito, culto?
Yo creo que los indígenas son grandes manipuladores de conceptos y de ideas. Tienen un pensamiento muy fino, no es tan discursivo, es más mítico o más metafórico o más críptico, si se quiere, pero obliga por eso a lecturas más sutiles, obliga a afinar bien los instrumentos de que uno dispone para percibir determinado tipo de cosas.
No deberían existir diferencias entre las formas de acercamiento al arte indígena y al arte contemporáneo, y no porque crea que no existen diferencias, sino porque la crítica de arte trabaja sobre toda lectura de sus diferencias, y es una enorme salida para el arte indígena. Entonces, ¿cómo se cruza la mirada de uno con lo otro? El indígena es lo radicalmente otro dentro de nuestra sociedades.
Cuando estudio el arte indígena no me interesa tanto convertirme a sus sentimientos, a sus pensamientos. Me gusta afirmar mi lugar de sujeto diferente y ver cómo en esa tensión de miradas se puede producir una interpretación, o una lectura, o una eclosión de un significado nuevo, y a eso ayuda mucho la crítica de arte, porque la antropología en ocasiones entra en un callejón sin salida. Es decir, ¿qué hacer?, ¿cómo comprender al otro?, ¿tratar de convertirse en indígenas, meterse dentro del indio? No se trata de eso. En cambio, a la crítica de arte, que siempre estuvo acostumbrada a mirar desde afuera la obra de otro, le es más fácil ponerse como otro ante el indígena, como diferente. ¡Claro!, en condiciones simétricas, en condiciones de respeto.
El tema que comentábamos con anterioridad vuelve a salir: ¿cómo se interrelacionan la identidad y la diferencia? Muchas veces, al asumir la identidad del otro, uno está disolviendo su diferencia, porque esta última se da a través de mecanismos intersubjetivos entre sujetos que son distintos y se miran y pueden colisionar sus miradas, o convergen, y de esta colisión, o de esta convergencia, salta una chispa, y a eso no más es a lo que aspiramos
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Si usted tuviera que definir la cultura contemporánea, ¿cómo lo haría?
Un momento asustado. El problema es que las culturas son también ambivalentes, en el sentido de que por una parte dan al hombre, al ser humano, grandes puntales del sentido, grandes armazones del sentido, una estabilidad para que uno se oriente, y por otra parte le inquieta, le perturba, le enfrenta a lo que no es. Son ensayos para la muerte donde no puede darse toda la seguridad porque tiene que asustar y eso produce un símbolo, una mirada doble: aquietar e inquietar. El problema es que nuestra cultura se expresa, en gran parte, como una empresa global o, por lo menos, sin ser global hablamos entre todos y de todo, y a veces funciona, más que como una polifonía, en forma de cacofonía, ruidos y voces que resultan imposibles de concertar, subrayando el momento del desconcierto y del miedo. Pero eso también tiene que ver con cierto espíritu apocalíptico esencialmente humano.
Estamos en fin de siglo. Si los fines de años mueren inquietudes, mea culpas, y preocupan asuntos como ¿qué hice?, ¿qué no hice?, ¿hasta donde llegué?, uno hace como un inventario de su historia. Ahora que llegamos a la culminación de un milenio, se acelera la vocación de la cultura por hacer su propio recuento, y a veces estos recuentos estremecen.
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