Originalmente en www.radarmagazine.org
Jade Lindgaard
Los estadios climatizados en Qatar para la copa mundial de fútbol; la cumbre
de la ONU sobre el clima en un balneario que ha destruido el litoral mexicano;
el proyecto de un aeropuerto sobre una isla artificial en las Maldivas; otro en
construcción en Francia en medio de unos terrenos agrícolas; el petróleo que se
busca extraer próxi-mamente de las arenas bituminosas de Madagascar; la nueva
extensión de servidores de Facebook que se alimenta a través de una central
eléctrica de carbón: las necesida-des de energía de la red social más famosa
podrían ser mayores que las de muchos países en vías de desarrollo. Casi a
diario irrumpen proyectos de enorme consumo de energía inútil y contaminante,
que además conllevan mayores gastos en el futuro. Po-dríamos continuar esta
lista de horrores hasta el infinito.
Pero ¿cómo es esto posible? En diciembre de 2009, en Copenhague, los países
más poderosos del mundo prometieron hacer todo para frenar el calentamiento
global. Hace ya casi quince años que apareció el informe del Giec1 en el que se
establecía, sin ninguna posible duda científica razonable, el papel central que
tenían sobre el cambio climático las emisiones de gas de efecto invernadero
emitidas por el hombre. Los ries-gos humanos y naturales que un alza de las
temperaturas ocasionaría en la biosfera preocupan mucho más allá de los círculos
de los climatólogos y de los grupos ecolo-gistas: la Cruz Roja y los ponentes de
la ONU para el derecho a la alimentación se encuentran en estado de alarma, así
como las compañías de seguro que evalúan las exorbitantes sumas que podría
costarles la indemnización de las víctimas del cambio climático. A la Tierra le
tomará más de mil años borrar los rastros de un siglo de emi-siones de CO2,
según un estudio reciente.
En ese contexto de alarma sobre las catastróficas consecuencias del
calentamiento, el gas de efecto invernadero no debería ser emitido, en buena
lógica, salvo con muchas restricciones. Por ejemplo, se debería dejar de correr
el rally París-Dakar por 33 año consecutivo; salir de vacaciones en Navidad con
destino a México o a la República Dominicana (uno de los principales destinos
turísticos de los franceses en 2010). También debería ser impensable organizar
una cumbre mundial sobre derechos huma-nos en un país en el que pervive la
esclavitud, o fundar un plan para la reactivación del trabajo infantil. Tampoco
la petrolera Exxon debería acumular los beneficios récord que obtuvo en 2010
gracias a la fuerte alza de su producción de barriles de crudo.
Esta orgía de los hidrocarburos se produce prácticamente a diario, y cada uno
de noso-tros participa en ella. Es tan insensata y tan peligrosa que no es
descabellado imaginar que dentro de cincuenta o cien años, las asociaciones de
víctimas del cambio climático pidan la prohibición de Tintin en el país del
oro negro, o de En el cami-no de Jack Kerouac, o que decidan
mandar al quinto infierno de las bibliotecas nacionales los catálogos de venta
de los operadores turísticos, igual que hoy se prepara la eliminación de la
palabra “negro”2 del clásico de Mark Twain Las aventuras de Huckleberry
Finn.
Ese distanciamiento entre el estado del saber sobre el clima, las amenazas
que éste deja caer sobre la vida cotidiana de millones de personas y el
comportamiento de las sociedades es un hecho de enormes proporciones en este
inicio del siglo XXI. Hace evidente el conflicto entre los conocimientos
científicos, una paradoja en estos tiem-pos hipertecnologizados. Seleccionamos
entre los saberes para adaptarlos a nuestras necesidades: algunos son adoptados
de golpe por los gobiernos y quienes toman las decisiones (véase por ejemplo la
explosión de las nuevas tecnologías de la informa-ción, el desarrollo de la
investigación médica o incluso las nanotecnologías), otros son abandonados. Es
el caso de muchos conocimientos que conciernen a la naturaleza: la desaparición
de la biodiversidad, el agotamiento de los recursos naturales, el cambio
climático, los hechos se acumulan. Los gobiernos hablan de ello, a veces ponen
en práctica políticas para darles respuesta, pero tan tímidas que apenas abordan
el pro-blema.
Este conformismo colectivo frente a una situación objetivamente insostenible
no es producto del azar. Es consecuencia del fracaso de todo el sistema de
reflexión y de acciones que desde hace veinte años ha hecho del clima un objeto
político (el protoco-lo de Kioto, la convención de la ONU y otras cumbres sobre
el clima, el Giec, entre otros). A pesar de las numerosas declaraciones de
buenas intenciones de los diferentes jefes de Estado y los dirigentes de las
industrias, el clima como causa común mundial se encuentra hoy derrotada.
Este fracaso no solo se debe a nuestros modelos de representación política,
al estado de las relaciones de fuerza geopolíticas y a los poderosos lobbies de
los climatoescép-ticos. También es producto de la historia de nuestras
costumbres y nuestros deseos individuales. Los daños causados a la naturaleza no
son únicamente una consecuencia de un sistema económico globalizado y del
productivismo: también son el fruto de una economía de los afectos, construida a
partir de los ideales de crecimiento y progreso de la Treintena gloriosa3, la
publicidad, el individualismo, la suplantación de la nece-sidad por la explosión
de la búsqueda del placer, el rechazo a la política de los límites. No solo
somos dependientes del CO2: somos adictos a él. Se ha convertido en algo
consubstancial. Nos gusta por la sensación de libertad que nos da y por la
alienación tranquilizadora en la que nos envuelve. Nos ha proporcionado nuevos
placeres como el calor y la luz, de los que ya somos incapaces de prescindir.
Desde entonces el in-vierno es escenario de numerosos casos de depresión
estacional, esa forma de melan-colía ligada a la monotonía. En las casas, la
calefacción central se pone en el nivel más alto, bajo el criterio supuestamente
consensuado del confort individual. Cada vez un mayor número de piscinas bordean
los pabellones unifamiliares, como promesa de verano y relax. Todos los domingos
por la noche los accesos por las autovías de las grandes ciudades se colapsan
por los embotellamientos de los autos que regresan del fin de semana,
acontecimiento tan habitual que incluso ha dado título a un programa de radio,
“Regreso dominical”. Para sus vacaciones de Navidad, los turistas europeos se
dirigen “a destinos soleados” como México, Egipto, Túnez o las Antillas,
peregri-nación obligada para el trabajador exhausto. Se trata de un sistema
sensorial. Es tam-bién el decorado de un imaginario. Las luces de los gigantes
carteles luminosos de Shangai causan fascinación en la mirada occidental, como
los neones de Broadway atrajeron a los inmigrantes europeos en el pasado.
Mientras que el infierno siempre fue sinónimo de tormentosas canículas, parece
que cada vez hace más frío en las películas de Hollywood sobre el apocalipsis
(2012, The Road, entre otras). Podría apos-tar que si el cambio
climático no fuera un calentamiento sino un enfriamiento, el nor-teamericano y
el europeo medio se preocuparían mucho más. Cuántas veces he escu-chado, apenas
en broma: “no me gusta pasar frío, estoy a favor del calentamiento glo-bal”. El
dióxido de carbono es tan adictivo que incluso tiene a sus exdrogadictos, sus
“born again”, como Nicolas Hulot4, quienes basan sus discursos ecologistas
actuales en el arrepentimiento y en las virulentas críticas a su anterior modo
de vida.
A partir de la revolución industrial, no solo dependemos de los hidrocarburos
y de sus emisiones de gas de efecto invernadero, sino que estamos atados a ellos
mucho más allá de lo racional y de lo razonable a través de un lazo
constantemente renovado en el que se mezclan la dependencia afectiva y la
capacidad de elección. El clima está ins-crito en nosotros, en nuestro espíritu
y en nuestro cuerpo. Somos el clima. Al mismo tiempo el clima es producto de
nuestras actividades cotidianas (nuestro comportamien-to afecta a nuestro
planeta, es la antropogénesis, esa nueva era en la que por primera vez el hombre
modifica radicalmente los elementos naturales), pero también este nos
produce, nos modela, pues se haya en el centro de todo un sistema
sensorial y de esquemas de pensamiento. El problema climático no es la carga del
hombre occi-dental y del individuo capitalista: es un problema de relación
consigo mismo.
Cada uno tiene sus gustos y sus deseos (amor por los viajes bajo el sol
tropical o pa-seos de fin de semana en coche). Hay, desde luego, un sistema
económico, social y cultural en el que esto se desarrolla: incitación permanente
a desarrollar nuevos place-res, nuevas sensaciones, a buscar precios más bajos,
promesa de acceso a un lujo al alcance de todos; importancia del confort en una
cotidianidad que se enfrenta a un mundo en el que el trabajo es precario y el
Estado proveedor se desmorona… Esa fá-brica de los afectos se erige en contra de
la ecología, a través de un distanciamiento de la naturaleza y de los ritmos de
las estaciones (expansión de la enorme distribución y de la oferta permanente de
todo tipo de productos alimenticios), la desaparición de las distancias
geográficas (explosión del transporte rápido, las rutas aéreas, globalización de
los mercados), o la cultura del todo preparado y del todo automático, que nos
hace olvidar los oficios y nos ha hecho perder el gusto por la autonomía
culinaria. Reparar una lavadora, una cafetera, una televisión o un ordenador se
ha vuelto algo de mal gusto. Es mucho más fácil, más barato, cambiar el aparato
que mandar a repararlo.
Esta constitución del “yo” contra la ecología tiene razones legítimas. En el
transcurso de la Gloriosa Treintena, la automatización de la vida cotidiana, la
urbanización, el desarrollo de las grandes inversiones en infraestructuras
viarias y energéticas fueron a la par con las mejoras de nuestra calidad de
vida, empezando por la emancipación de las mujeres (lavadoras y lavavajillas que
reducían el trabajo doméstico). La amplia-ción de las vacaciones pagadas
democratizó las vacaciones. En suma nuestro consumo de energía –y por tanto de
CO2– es la evidencia de los adelantos sociales. No resulta tan fácil querer
despojarse de ellos.
No todo se reduce a la conducta individual, ya que al mismo tiempo que esta
econo-mía del deseo, -esta fábrica de afectos- se opone a la ecología, el clima
también va de la mano con el sistema social. No es algo nuevo: la historia del
medioambiente nos revela que por lo menos desde el siglo XVIII, el clima es una
categoría moral y políti-ca y no una cuestión estrictamente meteorológica.
Históricamente el ambiente ha sido concebido como un conjunto de saberes
científicos diversos y de controversias. Esta dimensión social de la noción de
clima se eclipsó en la segunda mitad del siglo XX a medida que se consolidaban
los conocimientos de las ciencias “duras” (física, geofísi-ca, oceanografía,
ecología, paleoclimatología) sobre el clima.
En consecuencia, se trataría
hoy, y no es una paradoja menor, de des-ecologizar el clima, de desnaturalizarlo
para devolverle todas sus dimensiones, ya que los efectos del cambio climático
son bastante reales. No es solo una cuestión de imaginarios y de sensaciones,
sino que también está implicada una fábrica de desigualdades, de tensio-nes
políticas y de competencia económica.
¡Qué quebradero de cabeza político! Puesto que el clima cambia de escala
constante-mente: es una cuestión individual e íntima, y quizás por primera vez
también es glo-bal, ya que une a todos los seres humanos, así como al resto de
la biosfera. Por lo tan-to, de alguna manera, es un asunto globalmente íntimo.
¿Cómo encarar ese extraño objeto híbrido, a la vez realidad meteorológica,
categoría moral, experiencia personal, construcción social? No sorprende que los
discursos públicos por colocarlo a la altura de lo que está en juego hayan
fracasado hasta ahora. Representa un cambio con res-pecto a la política: salir
del paradigma de la lucha de clases, pues resolverlo implicará, en ocasiones, ir
en contra de uno mismo.
Actualmente la cuestión de los modos de vida, de la responsabilidad
individual en el cambio climático es un tabú en el terreno del debate político
sobre el clima. También en la esfera privada. He decidido no viajar en avión en
mis periodos de esparcimiento, y proscrito de mis vacaciones, lo utilizo lo
menos posible. Hace diez años no voy a los Estados Unidos, nunca he estado en
China. Esos son los límites que me he autoim-puesto para alcanzar una vida
ecológica. Son pequeños sacrificios. No tengo auto y por nada del mundo quiero
uno. Tomo el tren y el transporte público. En la ciudad me desplazo en
bicicleta. Evito las grandes superficies para hacer mis compras y adquiero las
verduras en el local de un pequeño agricultor de l’île de France. Pero me he
dado cuenta de que es casi imposible hablar de mis decisiones con personas que
no viven de la misma manera. La discusión se vuelve agria de inmediato, el tono
sube. La irrita-ción es recíproca y fuerte. Son cosas que molestan. Siempre se
me acusa de querer “culpabilizar” a mis interlocutores, mientras que yo los
acuso casi abiertamente de egoísmo.
¿Cómo retomar esta discusión ahí donde se ha detenido? Habría que salir del
escollo de la culpa para entender la importancia del comportamiento individual
en materia de ecología, incluso si sus efectos son invisibles. Dar relevancia a
los lazos subestimados entre lo privado y la política. Pero también alertar
acerca de la enorme dificultad de dar respuesta a la crisis climática en el
estado actual de la organización de nuestras sociedades. Sobre todo, darnos
cuenta de que respiramos, soñamos y deseamos CO2. Es el agente invisible y por
lo tanto central de nuestra economía de los afectos.
La cuestión del clima nos obliga a cambiar nuestra relación con la política:
¿quién es el actor del clima? ¿Cuáles son las disputas climáticas? ¿Cómo
articular el comporta-miento individual y el destino común? ¿Se puede hablar de
transformación social, de emancipación, de revolución dentro del activismo
climatológico? Se trata nada menos que de una gramática de la acción colectiva
que es necesario reinventar
1 GIEC (Grupo intergubernamental de expertos sobre el cambio climático) es un
organismo que surgió en 1988 a instancias del G7 (Estados Unidos, Japón,
Alemania, Francia, Gran Bretaña, Canadá e Italia) N de la t.
2 Nigger en
inglés en el orginal. N de la t.
3 Término que se refiere al periodo que
va de 1945 a 1975 de enorme crecimiento económico y que fue acuñado por Jean
Fourastié.
4 Presentador del programa televisivo Ushuaïa, que está
basado en relatos de aventuras en la naturaleza, y que desde 2007 intenta
iniciar actividades políticas en Francia.
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