viernes, 18 de mayo de 2012

Vigilando Sentinel



La isla de Sentinel, baja y llana, cubierta de bosques iguales e impenetrables; se encuentra en el archipiélago de las Andaman, en el Indico norte, no muy cerca del continente.
Las Andaman, antaño unas islas salvajes, han sido colonizadas por el gobierno indio durante la segunda mitad del siglo XX con inmigrantes y nativos de otras zonas del país. Ahora las Andaman bullen de una vida importada y occidental, mientras los viejos andamaneses escasean y vegetan, adosados a la civilización.
Que fue de aquellos hombres menudos, enjutos y oscuros, de piel brillante, de movimientos fluidos, de aquellos arqueros silvestres?
Para poder siquiera soñar con ese tipo de humanidad hay que mirar ahora a la Isla de Sentinel, unas 7000 hectáreas de bosque en la que se esconde un número desconocido de indígenas.
La isla se encuentra a pocas horas en barco de la civilización, sin embargo, esa zona del Indico es azotada por numerosas tormentas durante gran parte del año. Únicamente entre Septiembre y Enero el tiempo se torna apacible y es posible plantearse la travesía con alguna seguridad.
Tras unas horas de navegación, al avistar  Sentinel en la lejanía, entenderemos el porque de su aislamiento. A una decena de millas de la costa, comienzan los bajíos arenosos y los arrecifes de coral; una intrincada orla de obstáculos que impide la aproximación.
Únicamente, se conoce una estrecha manga de agua, navegable en canoa, que lleva a la playa de los avistamientos. 

El gobierno indio ha determinado prohibir todo contacto con los belicosos Sentineleses. Los escasos encuentros han sido siempre violentos y los indígenas se han mantenido casi siempre ocultos tras la cortina de vegetación, arrojando sus flechas sin miramientos.
Desde el gobierno, se pretende no interferir en la vida de los isleños y estudiarlos solamente cuando la tecnología permita hacerlo sin que ellos sean conscientes.
Esta isla, sin riquezas ni interés estratégico vive de momento al margen del resto del mundo. Hasta el momento, al resto del mundo tampoco le parecía necesario depositar su atención sobre este menudo pedazo de selva. Sin embargo el futuro que prevé el gobierno indio para Sentinel puede modificar el estado de las cosas.
Imagínense que pudiésemos asistir, mediante la grabación furtiva, a la transmisión en directo de la vida cotidiana de los indígenas.
El mundo entero poniendo sus ojos sobre los únicos habitantes de la tierra que viven en otro mundo, aquí y ahora, al margen de todo esto.
Una puerta terrorífica, a la vez que fascinante, hacia quien sabe donde.
Podremos resistirnos a este show?


viernes, 11 de mayo de 2012

Refugio para pernoctar II


Avistamiento de jabalí




En el primer vídeo, se puede observar el momento en el que el jabalí cruza un camino y se interna en los cultivos.
Unos segundos después, lo localizamos mientras atraviesa unas tierras de labor rumbo noroeste hacia un bosque de pinus pinea.
Tras perderle de vista, lo interceptamos con el vehículo a unos 800 metros de distancia. Lo seguimos hasta que se pierde en la espesura.

viernes, 4 de mayo de 2012

El territorio alrededor de las ciudades globales


Originalmente en www.radarmagazine.org


Ana María Durán Calisto


“Nuestras ciudades tradicionales están basadas en el hecho ficticio de que existen fuentes inagotables situadas fuera de la ciudad que nos permitirán una extracción indefinida”.
Izaskun Chinchilla


“Then learn this of me: to have, is to have; for it is a figure in rhetoric, that drink, being poured out of a cup into a glass, by filling the one doth empty the other.”
William Shakespeare
As You Like It


El viaje
Navegar el Amazonas de occidente a oriente; bajar desde Quito, en la Cordillera de los Andes, hasta la desembocadura del río-mar en el océano Atlántico, es enfrentar el fenómeno de la megalópolis desde su huella menos visible o aparente. El gradiente del río se desdobla como un rollo de película que va, lento, de “lo crudo a lo cocido”1,de lo salvaje a lo domesticado. La visión seccional a la que nos obliga la guillotina del agua invoca la cámara de Meter Greenaway en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante. La nave se desliza de la cocina del planeta a su salón, baja al baño, nos hunde en la cloaca, regresa al salón, se fuga al dormitorio, emerge al estacionamiento… El perfil selvático, asfixiado entre dos firmamentos, se sostiene; se descompone en imágenes urbanas a lo largo del recorrido trazado por la ruta fundacional que abrió Francisco de Orellana entre 1541 y 1542. Su contorno vegetal colapsa en oleoductos; se levanta en forma de cercha o incinerador; se transforma en grúa o torre; se refleja en el agua como silo o usina. La Amazonia es urbana, una megalópolis fluvial, un urbanismo de mega-Venecia.
Los medios
¿Por qué el proceso de urbanización de la cuenca amazónica ha permanecido relativamente invisible en los medios de comunicación? Lo remoto es un concepto geográfico, definido en base a parámetros de distancia y acceso; o temporal, alejado en el tiempo; pero también es mediático: la Amazonia se construye en los medios como un espacio a-urbano, o anti-urbano, carente de construcciones, de industria, de ciudadanos que puedan poner en tela de juicio la dualidad cielo-infierno con la cual generalmente se la representa. Incluso los buscadores en red, que se asumen como un sistema abierto capaz de alojar voces alternativas, arrojan –cuando se introduce “Amazonia”- primordialmente imágenes verdes, azules, zoológicas o etnográficas, reforzando una idea romántica de la región como el espacio exótico por excelencia. Uno que otro hotel, una que otra tapa de libro, salpican las imágenes de la “selva culta”2 y explican parcialmente la razón por la cual se mantiene el mito amazónico en los medios a pesar de que su compleja realidad cuenta otras historias. Los espacios de fuga del mundo contemporáneo, sus últimos bastiones de escapismo físico y aislamiento, no pueden ser representados como “urbanos”, precisamente como aquello de lo cual se huye, deben ser el vivo retrato de “lo natural en estado puro”, de la utopía, el lugar que ya no existe. En el otro extremo de los paraísos construidos por el eco-turismo, que empaqueta las mercancías geográficas, y el etnoturismo, que comercializa las culturas indígenas, está el anti-mito: la Amazonia como infierno y anuncio del Apocalipsis. Las imágenes de denuncia muestran fronteras agrícolas en expansión, troncos de árboles humeantes, carreteras sumidas en parches enormes de deforestación. En esta doble forma del consumo global, la Amazonia como recipiente de las necesidades de exploración y como proveedora de materias primas, está la raíz de sus conflictos reales y tangibles, y acaso en ella se resume el dilema del mundo contemporáneo.
Lo exótico:
El mito de lo remoto
El mito de lo puro
El mito del aislamiento
El 27 de febrero del año 2008, Wang Shu, Decano de la Academia de Artes China, iniciaba una conferencia en The Graduate School of Design de la Universidad de Harvard mostrando una serie de pinturas de la tradición paisajística de su país. Unas tras otras se deslizaban sobre la pantalla las bellísimas ilustraciones de montañas rugosas en tintas rojas o negras. Estas imágenes comenzaron a intercalarse con otras de fotografías panorámicas de las cordilleras en China. “En mi país la gente solía venerar a la montaña”, explicó, “ahora la minan”. Inmensos cráteres horadados por palas mecánicas en diversos paisajes se barajaron con retratos de las torres-resorte que surgen como por arte de magia en las ciudades instantáneas del dragón oriental. “Para no contribuir a erosionar más las montañas, nosotros utilizamos los desechos de la industria de la construcción”, continuó Wang Shu mientras mostraba las obras que diseña y construye con su equipo de Amateur Architecture Studio. Sus centros educativos y museos son monumentales intervenciones minerales cuyas paredes acumulan, como fallas geológicas, los estratos sedimentarios de los detritos de la construcción. Diversos grados de trituración producen una variedad de texturas y tonalidades en una arquitectura de hojaldre que se asume como materia prima, como geología construida o futura mina. La materia –la cara dura de la energía- ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma, nos repite la arquitectura de Wang Shu. Y queda claro que desde el punto de vista de la materia, lo remoto es próximo (está en casa), lo artificial es natural, el otro es el yo, la Amazonia es Sao Paulo, Pekín o Toronto.
Las nuevas cartografías
Si la casa-árbol y la casa-cueva son los arquetipos de la primera vivienda, la agricultura lo es del primer texto colectivo (las marcas sobre la corteza de un árbol son tan sólo signos, señales). El documento histórico más irrefutable, el que no miente, es el palimpsesto de la geografía. Hoy por hoy, todo paisaje es cultural; ha sido domesticado en mayor o menor grado. En el texto del territorio que recorre el río Amazonas –sus caligrafías precarias e inestables inscritas en conjunto por hombres y naturaleza- se inscriben a cada vez mayor velocidad los tupidos ramajes de las infraestructuras que engordan conforme escasean los recursos y se forman los últimos tentáculos del comercio global.3 A través de sus canales fluyen petróleo, gas natural, madera, acero, electricidad, cobre, oro, caucho, soya, biodiesel, loros, coca, gente…; en sentido inverso llegan turistas, voces, imágenes, letras, información, productos industriales; a lo largo de ellas se instalan los colonos en poblados raquíticos, entrópicos, mientras se engrosan los claros lineales, los parches de la deforestación, las plantaciones y las megalópolis. Si tuviéramos que imaginar una cartografía que exprese a escala global la relación entre la Amazonia (y otras zonas remotas) y las megalópolis habría que mostrar en ella simultáneamente cómo se expanden las manchas urbanas de las principales ciudades (con sus suburbios), a la vez que se dibujan los parches de deforestación; se puntea la proliferación de los pozos petroleros; se delinean los ramajes en expansión de las infraestructuras de transporte, energía y telecomunicaciones; se configura la reproducción de los enclaves turísticos y se ilustra la concentración de los territorios indígenas. Esta combinación genera una forma de contraurbanismo bastante particular; una guetoización de la geografía parece ser la contraparte de la expansión urbana. Los paisajes remotos constituyen el negativo del mega-positivo urbano, pues sus zonas de extracción de recursos naturales y materias primas están destinadas primordialmente a construir y sostener las megalópolis. Mirar a las ciudades sin mirarlas obliga a repensarlas, a redefinirlas como mina, como energía, como geografía e infraestructura, como comercio global.
Productos con historia:
El hiper-realismo detrás de la ficción mercantil
Remoto también significa “que no es verosímil, o está muy distante de suceder”4. Los procesos de globalización de los sistemas productivos provocaron una dislocación entre el consumidor y las fuentes de materia prima de las mercancías que consume. La crudeza del origen de los productos en el supermercado global se enfrenta como una condición inverosímil, cuando su engranaje en la tierra es lo único cierto. Los paisajes de la extracción y su polo opuesto, aquéllos del desecho, son la realidad detrás de los parques temáticos del comercio internacional. Resulta que la realidad es la ficción y en su fondo están los productos que se distribuyen sin historia, sin referirse a la geografía que pulverizan y desplazan: se seleccionan en catálogos, se ordenan por Internet, se toman de un escaparate, como si hubieran brotado por arte de magia, frutos de un árbol ubicuo e invisible. A escala arquitectónica, aumentan las propuestas en el mundo contemporáneo de topografías artificiales que se construyen en nombre de la ecología y se mercadean como “verdes” mientras otras existentes, y hasta hace poco remotas, se degradan junto con el sustento de su gente y con recursos vitales como el agua. El mundo reemplaza unos productos sin historia por otros sin historia que aprovechan las oportunidades comerciales abiertas por el discurso de la sostenibilidad. Los automóviles convencionales, presentados como monstruosidades del averno petrolero, se sustituyen con otros, con los híbridos “verdes” del paraíso eléctrico. El salar de Uyuni espera suspendido en sus alturas su turno en la subasta de los saldos de la geografía sudamericana,5 un territorio-depósito, cuyos recursos han sido inventariados para ser extraídos y transportados, mientras los líderes “anti-imperialismo” negocian montos y términos con transnacionales y nacionales de diversos orígenes. Conforme nos despla zamos lentamente de un recurso a otro, de una economía petrolera a una post-petrolera –sin que el patrón de crecimiento del mercado de bienes raíces deje de ser predominantemente suburbano (sprawl)– la Amazonia en Ecuador, Perú, Bolivia y el occidente de Brasil se fragmenta en bloques mediante concesiones a transnacionales para su prospección.
Juventud ancestral
Antes de diseñar una propuesta para un sitio específico, el arquitecto paisajista y artista Andy Cao viaja ahí con su socio Xavier Perrot (Cao-Perrot Studio) para así no engañarse y conocer la historia detrás de los elementos que utiliza. Observa y estudia los materiales y oficios de las tradiciones locales para reformularlas como ejercicio global y contemporáneo. Su práctica constituye un raro caso de renovación en un mundo que ha aprendido a desconocer el encanto de la juventud ancestral porque el mercado le ha enseñado a favorecer tan sólo lo nuevo y novedoso. La arquitectura no ha logrado escapar a la lógica mercantilista que se nutre de dos tipos de obsolescencia: la tecnológica y la impuesta por los cambios en la moda, contribuyendo así al círculo vicioso y nefasto de la extracción y el desecho. Cada paisaje es una forma de pensar y en el encogimiento de las culturas amazónicas podría perderse la clave del “contrato natural” por el que aboga Michel Serres, un contrato impostergable de cara a los efectos marciales de un mercado que no firma treguas ni tratados. El futuro de las megalópolis está completamente ligado al futuro de las zonas remotas que las sostienen. Los proyectos de conservación, cuyos fondos se canalizan a diversos ecosistemas, deberían invertirse también en las ciudades. Si el Edén occidental es un jardín, no un macizo de oro, ya es hora de que se revalorice el manto vegetal –su agua, su vida– que hasta ahora ha sido sacrificado en pos de los minerales que lo subyacen. La biología y sus tecnologías son quizá el camino hacia la transformación social y los bosques tropicales la esperanza de vida de las ciudades contemporáneas.




1 Lévi-Strauss, Claude. The Raw and the Cooked: Mythologiques. Chicago. University of Chicago Press edition, 1983.
2 Descola, Philippe. La Selva culta: simbolismo y praxis en la ecología de los Achuar. Quito. ABYA AYALA, 1987.
3 http://www.nytimes.com/2010/03/31/science/earth/31energy.html
4 Diccionario de la lengua española, http://buscon.rae.es/draeI
5 http://www.nytimes.com/2009/02/03/world/americas/03lithium.html?_r=1
6 Para una visualización más detallada y cartográfica de este fenómeno, ver http://www.plosone.org/article/info:doi/10.1371/journal.pone.0002932  

Actitudes y cambio climático

Originalmente en www.radarmagazine.org


Jade Lindgaard
Los estadios climatizados en Qatar para la copa mundial de fútbol; la cumbre de la ONU sobre el clima en un balneario que ha destruido el litoral mexicano; el proyecto de un aeropuerto sobre una isla artificial en las Maldivas; otro en construcción en Francia en medio de unos terrenos agrícolas; el petróleo que se busca extraer próxi-mamente de las arenas bituminosas de Madagascar; la nueva extensión de servidores de Facebook que se alimenta a través de una central eléctrica de carbón: las necesida-des de energía de la red social más famosa podrían ser mayores que las de muchos países en vías de desarrollo. Casi a diario irrumpen proyectos de enorme consumo de energía inútil y contaminante, que además conllevan mayores gastos en el futuro. Po-dríamos continuar esta lista de horrores hasta el infinito.
Pero ¿cómo es esto posible? En diciembre de 2009, en Copenhague, los países más poderosos del mundo prometieron hacer todo para frenar el calentamiento global. Hace ya casi quince años que apareció el informe del Giec1 en el que se establecía, sin ninguna posible duda científica razonable, el papel central que tenían sobre el cambio climático las emisiones de gas de efecto invernadero emitidas por el hombre. Los ries-gos humanos y naturales que un alza de las temperaturas ocasionaría en la biosfera preocupan mucho más allá de los círculos de los climatólogos y de los grupos ecolo-gistas: la Cruz Roja y los ponentes de la ONU para el derecho a la alimentación se encuentran en estado de alarma, así como las compañías de seguro que evalúan las exorbitantes sumas que podría costarles la indemnización de las víctimas del cambio climático. A la Tierra le tomará más de mil años borrar los rastros de un siglo de emi-siones de CO2, según un estudio reciente.
En ese contexto de alarma sobre las catastróficas consecuencias del calentamiento, el gas de efecto invernadero no debería ser emitido, en buena lógica, salvo con muchas restricciones. Por ejemplo, se debería dejar de correr el rally París-Dakar por 33 año consecutivo; salir de vacaciones en Navidad con destino a México o a la República Dominicana (uno de los principales destinos turísticos de los franceses en 2010). También debería ser impensable organizar una cumbre mundial sobre derechos huma-nos en un país en el que pervive la esclavitud, o fundar un plan para la reactivación del trabajo infantil. Tampoco la petrolera Exxon debería acumular los beneficios récord que obtuvo en 2010 gracias a la fuerte alza de su producción de barriles de crudo.
Esta orgía de los hidrocarburos se produce prácticamente a diario, y cada uno de noso-tros participa en ella. Es tan insensata y tan peligrosa que no es descabellado imaginar que dentro de cincuenta o cien años, las asociaciones de víctimas del cambio climático pidan la prohibición de Tintin en el país del oro negro, o de En el cami-no de Jack Kerouac, o que decidan mandar al quinto infierno de las bibliotecas nacionales los catálogos de venta de los operadores turísticos, igual que hoy se prepara la eliminación de la palabra “negro”2 del clásico de Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn.
Ese distanciamiento entre el estado del saber sobre el clima, las amenazas que éste deja caer sobre la vida cotidiana de millones de personas y el comportamiento de las sociedades es un hecho de enormes proporciones en este inicio del siglo XXI. Hace evidente el conflicto entre los conocimientos científicos, una paradoja en estos tiem-pos hipertecnologizados. Seleccionamos entre los saberes para adaptarlos a nuestras necesidades: algunos son adoptados de golpe por los gobiernos y quienes toman las decisiones (véase por ejemplo la explosión de las nuevas tecnologías de la informa-ción, el desarrollo de la investigación médica o incluso las nanotecnologías), otros son abandonados. Es el caso de muchos conocimientos que conciernen a la naturaleza: la desaparición de la biodiversidad, el agotamiento de los recursos naturales, el cambio climático, los hechos se acumulan. Los gobiernos hablan de ello, a veces ponen en práctica políticas para darles respuesta, pero tan tímidas que apenas abordan el pro-blema.
Este conformismo colectivo frente a una situación objetivamente insostenible no es producto del azar. Es consecuencia del fracaso de todo el sistema de reflexión y de acciones que desde hace veinte años ha hecho del clima un objeto político (el protoco-lo de Kioto, la convención de la ONU y otras cumbres sobre el clima, el Giec, entre otros). A pesar de las numerosas declaraciones de buenas intenciones de los diferentes jefes de Estado y los dirigentes de las industrias, el clima como causa común mundial se encuentra hoy derrotada.
Este fracaso no solo se debe a nuestros modelos de representación política, al estado de las relaciones de fuerza geopolíticas y a los poderosos lobbies de los climatoescép-ticos. También es producto de la historia de nuestras costumbres y nuestros deseos individuales. Los daños causados a la naturaleza no son únicamente una consecuencia de un sistema económico globalizado y del productivismo: también son el fruto de una economía de los afectos, construida a partir de los ideales de crecimiento y progreso de la Treintena gloriosa3, la publicidad, el individualismo, la suplantación de la nece-sidad por la explosión de la búsqueda del placer, el rechazo a la política de los límites. No solo somos dependientes del CO2: somos adictos a él. Se ha convertido en algo consubstancial. Nos gusta por la sensación de libertad que nos da y por la alienación tranquilizadora en la que nos envuelve. Nos ha proporcionado nuevos placeres como el calor y la luz, de los que ya somos incapaces de prescindir. Desde entonces el in-vierno es escenario de numerosos casos de depresión estacional, esa forma de melan-colía ligada a la monotonía. En las casas, la calefacción central se pone en el nivel más alto, bajo el criterio supuestamente consensuado del confort individual. Cada vez un mayor número de piscinas bordean los pabellones unifamiliares, como promesa de verano y relax. Todos los domingos por la noche los accesos por las autovías de las grandes ciudades se colapsan por los embotellamientos de los autos que regresan del fin de semana, acontecimiento tan habitual que incluso ha dado título a un programa de radio, “Regreso dominical”. Para sus vacaciones de Navidad, los turistas europeos se dirigen “a destinos soleados” como México, Egipto, Túnez o las Antillas, peregri-nación obligada para el trabajador exhausto. Se trata de un sistema sensorial. Es tam-bién el decorado de un imaginario. Las luces de los gigantes carteles luminosos de Shangai causan fascinación en la mirada occidental, como los neones de Broadway atrajeron a los inmigrantes europeos en el pasado. Mientras que el infierno siempre fue sinónimo de tormentosas canículas, parece que cada vez hace más frío en las películas de Hollywood sobre el apocalipsis (2012, The Road, entre otras). Podría apos-tar que si el cambio climático no fuera un calentamiento sino un enfriamiento, el nor-teamericano y el europeo medio se preocuparían mucho más. Cuántas veces he escu-chado, apenas en broma: “no me gusta pasar frío, estoy a favor del calentamiento glo-bal”. El dióxido de carbono es tan adictivo que incluso tiene a sus exdrogadictos, sus “born again”, como Nicolas Hulot4, quienes basan sus discursos ecologistas actuales en el arrepentimiento y en las virulentas críticas a su anterior modo de vida.
A partir de la revolución industrial, no solo dependemos de los hidrocarburos y de sus emisiones de gas de efecto invernadero, sino que estamos atados a ellos mucho más allá de lo racional y de lo razonable a través de un lazo constantemente renovado en el que se mezclan la dependencia afectiva y la capacidad de elección. El clima está ins-crito en nosotros, en nuestro espíritu y en nuestro cuerpo. Somos el clima. Al mismo tiempo el clima es producto de nuestras actividades cotidianas (nuestro comportamien-to afecta a nuestro planeta, es la antropogénesis, esa nueva era en la que por primera vez el hombre modifica radicalmente los elementos naturales), pero también este nos produce, nos modela, pues se haya en el centro de todo un sistema sensorial y de esquemas de pensamiento. El problema climático no es la carga del hombre occi-dental y del individuo capitalista: es un problema de relación consigo mismo.
Cada uno tiene sus gustos y sus deseos (amor por los viajes bajo el sol tropical o pa-seos de fin de semana en coche). Hay, desde luego, un sistema económico, social y cultural en el que esto se desarrolla: incitación permanente a desarrollar nuevos place-res, nuevas sensaciones, a buscar precios más bajos, promesa de acceso a un lujo al alcance de todos; importancia del confort en una cotidianidad que se enfrenta a un mundo en el que el trabajo es precario y el Estado proveedor se desmorona… Esa fá-brica de los afectos se erige en contra de la ecología, a través de un distanciamiento de la naturaleza y de los ritmos de las estaciones (expansión de la enorme distribución y de la oferta permanente de todo tipo de productos alimenticios), la desaparición de las distancias geográficas (explosión del transporte rápido, las rutas aéreas, globalización de los mercados), o la cultura del todo preparado y del todo automático, que nos hace olvidar los oficios y nos ha hecho perder el gusto por la autonomía culinaria. Reparar una lavadora, una cafetera, una televisión o un ordenador se ha vuelto algo de mal gusto. Es mucho más fácil, más barato, cambiar el aparato que mandar a repararlo.
Esta constitución del “yo” contra la ecología tiene razones legítimas. En el transcurso de la Gloriosa Treintena, la automatización de la vida cotidiana, la urbanización, el desarrollo de las grandes inversiones en infraestructuras viarias y energéticas fueron a la par con las mejoras de nuestra calidad de vida, empezando por la emancipación de las mujeres (lavadoras y lavavajillas que reducían el trabajo doméstico). La amplia-ción de las vacaciones pagadas democratizó las vacaciones. En suma nuestro consumo de energía –y por tanto de CO2– es la evidencia de los adelantos sociales. No resulta tan fácil querer despojarse de ellos.
No todo se reduce a la conducta individual, ya que al mismo tiempo que esta econo-mía del deseo, -esta fábrica de afectos- se opone a la ecología, el clima también va de la mano con el sistema social. No es algo nuevo: la historia del medioambiente nos revela que por lo menos desde el siglo XVIII, el clima es una categoría moral y políti-ca y no una cuestión estrictamente meteorológica. Históricamente el ambiente ha sido concebido como un conjunto de saberes científicos diversos y de controversias. Esta dimensión social de la noción de clima se eclipsó en la segunda mitad del siglo XX a medida que se consolidaban los conocimientos de las ciencias “duras” (física, geofísi-ca, oceanografía, ecología, paleoclimatología) sobre el clima.
En consecuencia, se trataría hoy, y no es una paradoja menor, de des-ecologizar el clima, de desnaturalizarlo para devolverle todas sus dimensiones, ya que los efectos del cambio climático son bastante reales. No es solo una cuestión de imaginarios y de sensaciones, sino que también está implicada una fábrica de desigualdades, de tensio-nes políticas y de competencia económica.
¡Qué quebradero de cabeza político! Puesto que el clima cambia de escala constante-mente: es una cuestión individual e íntima, y quizás por primera vez también es glo-bal, ya que une a todos los seres humanos, así como al resto de la biosfera. Por lo tan-to, de alguna manera, es un asunto globalmente íntimo. ¿Cómo encarar ese extraño objeto híbrido, a la vez realidad meteorológica, categoría moral, experiencia personal, construcción social? No sorprende que los discursos públicos por colocarlo a la altura de lo que está en juego hayan fracasado hasta ahora. Representa un cambio con res-pecto a la política: salir del paradigma de la lucha de clases, pues resolverlo implicará, en ocasiones, ir en contra de uno mismo.
Actualmente la cuestión de los modos de vida, de la responsabilidad individual en el cambio climático es un tabú en el terreno del debate político sobre el clima. También en la esfera privada. He decidido no viajar en avión en mis periodos de esparcimiento, y proscrito de mis vacaciones, lo utilizo lo menos posible. Hace diez años no voy a los Estados Unidos, nunca he estado en China. Esos son los límites que me he autoim-puesto para alcanzar una vida ecológica. Son pequeños sacrificios. No tengo auto y por nada del mundo quiero uno. Tomo el tren y el transporte público. En la ciudad me desplazo en bicicleta. Evito las grandes superficies para hacer mis compras y adquiero las verduras en el local de un pequeño agricultor de l’île de France. Pero me he dado cuenta de que es casi imposible hablar de mis decisiones con personas que no viven de la misma manera. La discusión se vuelve agria de inmediato, el tono sube. La irrita-ción es recíproca y fuerte. Son cosas que molestan. Siempre se me acusa de querer “culpabilizar” a mis interlocutores, mientras que yo los acuso casi abiertamente de egoísmo.
¿Cómo retomar esta discusión ahí donde se ha detenido? Habría que salir del escollo de la culpa para entender la importancia del comportamiento individual en materia de ecología, incluso si sus efectos son invisibles. Dar relevancia a los lazos subestimados entre lo privado y la política. Pero también alertar acerca de la enorme dificultad de dar respuesta a la crisis climática en el estado actual de la organización de nuestras sociedades. Sobre todo, darnos cuenta de que respiramos, soñamos y deseamos CO2. Es el agente invisible y por lo tanto central de nuestra economía de los afectos.
La cuestión del clima nos obliga a cambiar nuestra relación con la política: ¿quién es el actor del clima? ¿Cuáles son las disputas climáticas? ¿Cómo articular el comporta-miento individual y el destino común? ¿Se puede hablar de transformación social, de emancipación, de revolución dentro del activismo climatológico? Se trata nada menos que de una gramática de la acción colectiva que es necesario reinventar
1 GIEC (Grupo intergubernamental de expertos sobre el cambio climático) es un organismo que surgió en 1988 a instancias del G7 (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Canadá e Italia) N de la t.
2 Nigger en inglés en el orginal. N de la t.
3 Término que se refiere al periodo que va de 1945 a 1975 de enorme crecimiento económico y que fue acuñado por Jean Fourastié.
4 Presentador del programa televisivo Ushuaïa, que está basado en relatos de aventuras en la naturaleza, y que desde 2007 intenta iniciar actividades políticas en Francia.