viernes, 8 de julio de 2016

El manantial de las arenas doradas.

"Si bebo cada día del manantial de las arenas doradas, viviré por lo menos mil años..."

Cito de memoria un fragmento de un poema del antiguo pintor y poeta chino Wang Wei. 
(Una antología de escritos de Wang Wei conteniendo este poema fue publicada en España bajo el título de La Montaña Vacía, Ediciones Hiperión).




Estos día he estado trabajando en el estudio en la realización de una acuarela a modo de escenografía para unos textos inacabados que tratan sobre el bosque, el pinar, el río... 
Ese mundo inabarcable y perdido, un poco desdibujandose ya en la memoria.
Con esta misma idea construí unas sencillas marionetas de corteza y raíces, vestidas con harapos...

A continuación copio algunos fragmentos de los textos en proceso:
(Disculpas por las incorrecciones).



El manantial de las arenas doradas.

“Si bebo cada día en el manantial de las arenas doradas, viviré por lo menos mil años”.
Wang Wei.


Aquel circulo hundido y oculto tras una orla de ortigas y helechos, era el manantial de las arenas doradas.
Algunas ramas de sauces y fresnos sobrevolaban el claro, horizontales y frágiles.
En el lecho, el agua manaba entre nuestros pies, que se hundían suavemente en la arena húmeda.
Un poco mas lejos, un pino enorme cobijaba parte de la selva. En la pendiente, el arroyo que se formaba al juntarse las aguas, se encajaba y se despeñaba sobre el río.
Algo apartadas, en medio del oscuro soto, había unas ruinas. Se conservaban dos arcos de ladrillo y un azud abandonado cubierto de maleza. En el río, la vieja piedra de moler, asentada en el fondo, servía de puente. Su ojo desgastado se tragaba un pequeño remolino.

Sumergirse en el bosque.


Desde que entramos en el bosque han pasado milenios. Nunca conseguiremos salir del verdor. Para nosotros el horizonte no existe. El bosque borra las huellas, retuerce los caminos, abre o cierra claros y espesuras. El río, esquivo, se mantiene siempre a una distancia. Algunas veces está hacia el sur, otras vira hacía el sol del atardecer.
Nuestros cuerpos son de corteza y raíces y nuestras ropas están hechas de jirones y restos.

La corriente y las historias.

Mirada desde arriba, la corriente cuenta y oculta. El fondo se trasluce en el agua y lo vemos oscilar, vibrar o desvanecerse. Entretenidos en sus cosas, los barbos avanzan, a veces se detienen y nos miran. Parecen sirenas a las que abrazar y con las que podríamos dejarnos acompañar por los recodos del cauce. De pronto una mujer fantasma sonriente se desliza corriente abajo, flácida y ondulante como la llama de una vela.
Luego, en algún bodón perdido, todo se detiene. Como en un salón de baile los seres y los reflejos danzan a la espera. Un fino hilo de luz se cuela entre las ramas y se sumerge. Desciende lentamente, baja acariciando las flotantes partículas de la mica; pavesas de polvo submarino que brillan como meteoros.

El pozo.

Sobre la lámina del agua flotan perezosas las lentejas verdes. No se ve el fondo. El agua parece un te oscuro impenetrable. Las piedras mal ajustadas del brocal no sobrepasan el nivel del suelo. Numerosos veneros alimentan el pozo y traen y llevan agua subterránea de aquí para allá. Entre la lenteja de agua hay ocultos dos ojos que nos miran. Ellos sabrán algo mas de ese mundo oscuro: sobre el agua hay fragmentos de reflejos deformados, cosas atrapadas en el tiempo, árboles que fueron y ya no están, la cara de un niño que es la de un viejo, una mano que sale del agua desesperadamente. También la cola de un tritón que serpenteando, se va al fondo donde están su trono y su palacio.